miércoles, 3 de marzo de 2010
Hebert, Lía y yo éramos la viva imagen del desamparo. Habíamos salido de la Habana pasada la media noche y deambulábamos –finalmente– por Santa Clara, buscando el incierto paradero del Ciro y Claudio, que habían sido arrestados en Placetas.
Sólo lo había visto una vez de pasada. No podía imaginar que meses más tarde estaría en el rellano de su puerta, a las cuatro de la mañana, dándole al timbre con todas mis fuerzas. Su madre me abrió:
–Buenos días, soy Claudia, busco a Fariñas. Vengo de La Habana, mi esposo está preso en el Villa de aquí, creo.
Coco bajó, nos dio café, me prestó el teléfono, nos contó de su vida, nos explicó cómo llegar a la estación y me brindó toda su hospitalidad ¡ya quisiera yo tener la grandeza de alma que tiene él para abrirle la puerta a un desconocido –con ese buen humor– de madrugada!
Me convenció de esperar al amanecer y cuando casi me iba me dijo:
–No me gusta la idea de dejarlos ir solos a la estación, voy a vestirme.
Descubrí que caminaba por la ciudad con una estrella: todos lo saludaban, lo conocían, le preguntaban por alguien. Desde que entré a su casa tuve la absoluta certeza de que con él nada malo me sucedería, y nunca me falló.
Hoy hemos hablado por teléfono. Más bien él ha hablado, porque yo no dejo de llorar mientras me dice que le duelen los ojos y los riñones, que se queda dormido todo el rato y que las presiones se le están acercando. Suelto el teléfono y se lo paso a Ciro, me avergüenza no ser capaz de mantener un diálogo coherente.
No sé qué más decir… No quiero que se muera.
Fuente-Claudia Cadelo: Octavo Cerco
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